JOSÉ HERNÁNDEZ DELGADILLO
El artista agitador mexicano 
Fragmentos

Alan W. Barnett

Leer
JOSÉ HERNÁNDEZ DELGADILLO
El artista agitador mexicano (Fragmentos) 

Establecí mi relación con Delgadillo en 1975 cuando me hallaba en el sabático de cátedra por la Universidad del Estado de San José. A la vuelta del pequeño hotel donde nos quedábamos mi mujer y yo, estaba el Centro de Teatro de la UNAM. Sobre la marquesina, en la fachada estaba uno de sus desafiantes murales. Pregunté por el autor, y lo llamé. Nos conocimos y le mostré la colección de diapositivas de murales comunitarios que yo había documentado y traído conmigo, previendo una oportunidad como esa. Se trataba de trabajos recientes que habían sido realizados en los ghettos negros y barrios latinos, a través de Estados Unidos, por pintores y residentes locales para defender a sus comunidades contra el racismo y la segregación. Él montó una exhibición de fotos en el teatro y a cambio nos dio el primer “Delgadillo” que habríamos de tener: era uno de sus personajes primordiales en perfil, boquiabierto y con gran agitación en su interior, pero una delicada mano levantada sobre su cabeza, mientras pujaba hacia delante. Se titulaba La Lucha.

Regresamos a México cada dos o tres años, en parte para mantener contacto con su obra y por nuestra amistad. Yo traería un nuevo acervo de fotografías de murales comunitarios de los Estados Unidos y Europa, y Delgadillo montaba exhibiciones. En una de tales ocasiones, esto fue en un campamento de paracaidistas -no eran campesinos desplazados, sino familias de trabajadores urbanos que ya no podían afrontar el costo de la habitación en la ciudad-. Aquí en las montañas sobre México, a 3,500 m., estaban construyendo chozas con cartones encerados de leche, hojalata corrugada y otros materiales de desecho. Habían organizado una cocina comunal bajo una lona, entre la lava negra del pedregal. Era de noche y la exhibición de transparencias fue usada como señuelo para distraer a las autoridades mientras Delgadillo y los hombres sacaban del lugar al charro local, quien los estaba haciendo pasar un mal rato. Delgadillo trajo un proyector que colocamos al aire libre en medio del frío de enero, y la electricidad que ellos habían escamoteado apenas era suficiente para proyectar las diapositivas. Las mujeres y los niños miraban acurrucados en sus zarapes, pero entendieron claramente la conexión entre las luchas de los desheredados de los EU y la suya propia. Cuando los hombres volvieron tras su exitosa misión, todos festejamos. Años después Delgadillo construyó con sus propias manos un estudio-alojamiento, una suerte de torrecilla de ladrillo, entre sus viviendas, ya para entonces hechas de materiales más sustanciales.

Después de haber expuesto ampliamente tanto en México como en el extranjero durante los sesentas, en las décadas siguientes se rehusó cada vez más a participar en exhibiciones oficiales y en concursos internacionales, ansioso de no comprometer su política. En 1975, tras una cuantiosa exposición personal en una galería privada de la Ciudad de México, el gobierno de Echeverría le ofreció enviar su obra a una gira internacional, pero él declinó, porque pensaba que el exhibir su arte de protesta más allá del mar le prestaría crédito a la presunción de las autoridades de que la libre expresión y la democracia existían en México. Delgadillo recordaba que fue Echeverría cuando era secretario de Gobernación quien dio la orden de atacar en Tlatelolco.

De 1980 a ’83 Delgadillo escribió una columna semanal para Excélsior, periódico que en un esfuerzo por aparecer como imparcial toleraba su radicalismo. Comúnmente estas disertaciones eran sobre política, pero cuando podía combinarlas con su arte, lo hacía. Sus artículos reflejaban la crisis que golpeó en 1982, cuando el gobierno se encontró en bancarrota e incapacitado para reponer su pesada deuda externa, debido a la caída del precio del petróleo. Los gobiernos extranjeros y el Fondo Monetario Internacional se apresuraron al rescate, pero sus préstamos eran condicionados a que México devaluara su moneda, pusiera en venta sus industrias nacionalizadas y cortara los programas sociales y subsidios que sostenían precios bajos en alimentos. En los años sucesivos el resultado de este ajuste estructural neoliberal, fue que el ingreso real del pueblo trabajador quedó cortado a la mitad. Situación que se recrudeciéndose hasta hoy.

Delgadillo aprovechó dos artículos en el periódico en 1983, para describir el primer congreso del Movimiento Revolucionario del Pueblo, que estaba buscando reconocimiento por parte del gobierno como partido. Él era su secretario cultural. Su programa llamaba a la unificación de “marxistas, cristianos, nacionalistas y todos aquellos que desearan luchar por una sociedad socialista y democrática”. Planteando como meta la expropiación de latifundios, monopolios y multinacionales, avizoraban una sociedad de industrias de propiedad pública y agricultura cooperativa, que respetara a las pequeñas empresas urbanas y rurales. Llamaban a elaborar una nueva Constitución, con una asamblea popular y tribunales basados en las organizaciones de masas, de obreros y campesinos. El pueblo armado reemplazaría a los militares represivos. Tecnología y ciencia estarían orientadas hacia la creación de viviendas costeables, servicios gratuitos de salud y educación. Los medios de comunicación y las artes serían accesibles para todos. Proponían “cambiar completamente las condiciones de vida... y crear un nuevo pueblo y hombres nuevos, una nueva cultura y valores espirituales nuevos”. Finalmente el Excélsior concluyó que había hecho bastante por la crítica opositora, y canceló la columna de Delgadillo.

Para entonces se hacía un extenso uso de murales decorativos en hoteles, restaurantes, cines y tiendas de regalos. Desde mediados del siglo, los regímenes orientados al comercio desalentaron el arte público, que implicaba que ellos no estaban institucionalizando la Revolución. Delgadillo llamaba a un muralismo desnudo, por la lucha política:

“Para que este resurgimiento tenga éxito requiere sacrificios. Tendrá que utilizar materiales económicos, tomar menos tiempo en su ejecución, y las expectativas económicas de quienes lo practiquen tendrán que cambiar.”

Sin embargo él tenía confianza en que “el vigor de estos trabajos hará una contribución estética valiosa, humana y revolucionaria al arte contemporáneo”.

Habiéndose quedado en nuestra casa de Mill Valley durante buena parte de su visita a California, Delgadillo y yo mirábamos por televisión las manifestaciones de estudiantes pro-democráticos en la plaza de Tienanmen en Pekín. Recuerdo que vimos aquél hombre en manga de camisa con un portafolios confrontando la línea de tanques, y luego la carnicería que dejaron atrás. Esto hizo una tremenda impresión en Delgadillo: estaba reviviendo el Tlatelolco de 21 años antes. Convirtió nuestra mesa de comedor en restirador, levantando dos patas sobre pilas de National Geographics. Ejecutó una docena de piezas en tinta y acuarela, describiendo la tragedia de Pekín.

Delgadillo regresó a México para completar lo que habría de ser el más elevado punto de sus logros: El Hombre Nuevo Hacia el Futuro. Tomando el concepto del Ché Guevara, del pueblo que conquista el control de su trabajo y su vidas, presenta cuatro espíritus desnudos en picada, con una cuchara de albañil, un compás y la carta estelar, un pincel y un racimo de volutas de lenguaje, entregando estos regalos a una mujer y un hombre que nadan a través de llamas para recibirlos. El severo color plano y las formas de recio contorno del pasado habían dado paso a los dorados, escarlatas y azules modulados. Los cuerpos tridimensionales se mueven a través del espacio sin el esfuerzo de antes. Brazos con puños apretados indican aún la necesidad de la lucha, pero están colocados hacia los lados, mientras que dominan las imágenes de creatividad. El tema ya no es el desafío de la opresión, sino los dones concedidos. Ya no es más la catástrofe, sino la exaltación de la capacidad. La obra está hecha en el muro semicircular al fondo del escenario de un amplio salón abovedado para congresos en el hotel Hacienda de Cortés, donde el mural de refugiados de 1975 todavía está montado, con sus cinco paneles adicionales. Las paredes restantes de esa cámara están llenas de piezas de caballete del pintor, de diversas fechas. Delgadillo dijo que el nuevo trabajo era uno de los pocos murales que le fueron pagados generosamente, lo que le permitió por primera vez utilizar andamios en lugar de escaleras. Era el clímax de su carrera, si bien él habría de continuar realizando impresionantes obras de gran tamaño durante los noventas.

José Hernández Delgadillo fue un artista-activista que continuó la misión de Rivera, Orozco y Siqueiros hasta el fin del siglo XX. Siguió su ejemplo, no solamente al ser un vocero de los desposeídos, sino también ayudándolos a hablar por sí mismos y descubrir sus propias capacidades para actuar en nombre de los demás. Creó dos estilos distintivos y poderosos, uno de colaboración con los inexpertos; otro de estudiados refinamientos. Con ambos reinsertó el arte en las luchas sociales de nuestro tiempo. No tuvo acceso a los recursos materiales del estado con que contaron Los Tres Grandes, ni el poder de las figuras políticas que intervinieran por él. El gobierno estuvo lejos de ser generoso para otorgarle sus muros. Pero él tuvo la amistad y el apoyo de otros artistas y de los trabajadores, campesinos y estudiantes de quienes fue un adalid. Y tuvo sus propios dones y su gran corazón.